Todo empezó con una pequeña bolsa de plástico.
Peter Herrmann, al que había saludado un par de veces anteriormente, me la pasó por encima de la mesa y me dijo: “Llámame si encuentras tres buenas razones para hacer una película con esto”. Era el libro Flor del desierto. No lo había leído. “Millones de personas lo han hecho”, fue su respuesta.
La novela me cautivó inmediatamente. Era un viaje increíble. Nunca había visto tantas contradicciones reunidas en una sola persona: la niña nómada del desierto, top model en Nueva York, mujer de la limpieza analfabeta en McDonald’s, oradora política en Naciones Unidas. Si la historia no hubiera sido real, habría creído estar leyendo una versión modernizada de la Cenicienta. Pero sobre todo, Flor del desierto es un grito contra la injusticia que padecen las mujeres a través de la ablación.
“¿Quiénes son ustedes para querer filmar mi historia?”, nos preguntó Waris Dirie nada más empezar nuestra primera reunión. Horas después, al subir a un taxi, dijo: “¿Cuándo empezamos, ahora?”
Después entendí que todos teníamos nuestras razones. Durante el casting en Londres para el papel de Waris, una mujer de unos 40 años, originaria de Malí, entró en la sala. La miré con incredulidad, pero ella, muy amable, me dijo: “No se preocupe, no soy Waris, tengo demasiados años y no soy actriz. Trabajo en una fábrica de Glasgow, así que pedí el día libre y vine en tren para decirle lo importante que es esta película para África”. En aquel momento sentí una terrible vergüenza por haber dudado de si quería hacer la película. Me cogió la mano, la besó y añadió, riendo: “No tenga miedo”.
Cuando fui a Kenia a documentarme, conocí a tres mujeres somalíes tapadas con un velo que se llamaban igual, Amina, y habían huido de la guerra civil. Me enseñaron realmente lo que es la mutilación genital femenina y me hablaron de una infancia idéntica a la de Waris. De pronto, una dijo: “Hay un americano, se llama Obama, quiere ser vuestro presidente. Es de los nuestros”. Todos tenemos un punto en común.
Después, en Yibuti, entendí que FLOR DEL DESIERTO era la primera película que se centraba realmente en la cultura somalí y sus raíces islámicas. Rodamos a nómadas que nunca habían visto una cámara. El director de fotografía es Ken Kelsch, cuya fotografía en las películas de Abel Ferrara me había impresionado. Cuando nos arriesgamos a filmar a una mujer que se dedica a realizar ablaciones, entendí que la película también era mi viaje personal, debido en parte a mis prejuicios.
Actores famosos trabajaron junto a personas sin experiencia. Hubo casos en los que me vi obligada a cambiar a algunos somalíes, como el padre de Waris, porque desapareció de golpe. Al cabo del rato, le encontré orando. Le daba igual que le esperaran 80 personas y una puesta de sol. La plaza del mercado de Yibuti hizo las veces de Mogadiscio. La policía había rodeado la zona para el rodaje, pero desapareció de golpe. Fue un caos, atacaron a varios miembros del equipo. Los policías se habían ido a comer.
En Londres, le pedí a Liya Kebede que saliera a la calle y la rodamos con una cámara oculta. Intentó integrarse en la vida de los sin techo y fue tratada de la forma habitual. Solo dos somalíes le preguntaron si necesitaba dinero o un techo.
Ya que la historia de Waris es un cuento de hadas, pensé que era aún más necesario hacer una adaptación honesta y realista.
Jamie Leonard, el diseñador de producción británico, hizo construir los decorados en una fábrica abandonada en Alemania. Cuando Sally Hawkins y el resto del magnífico reparto empezaron a dar rienda suelta a su talento entre aquellas paredes movibles, todos olvidamos que nos encontrábamos en Colonia. Estábamos en Londres y nos habíamos convertido en viajeros camino de Yibuti, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. No importaba el pasaporte, todos contábamos la misma historia, la historia de una mujer valiente que había tomado su vida entre sus manos.
Doy las gracias a Peter por darme esa bolsa de plástico blanca.
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